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domingo, 9 de abril de 2023

Fundamentos para un orden moral sustentable

Fundamentos para un orden moral sustentable

Juan Abugattas

1. El sueño moderno y sus bases éticas

Un enjuiciamiento del contenido moral de un proyecto civilizatorio, que pretenda ser más que un comentario al paso, requiere, en primer término una visión integral de los objetivos del proyecto y, en segundo lugar, una identificación precisa de las hipótesis sobre las motivaciones esenciales de los sujetos y grupos que deben realizarlo. Aunque por los alcances de esta ponencia, necesariamente breve, no es posible un desarrollo exhaustivo de ninguno de esos temas, trataré, sin embargo, que su estructura responda a esas necesidades para formular, al final, algunas sugerencias sobre las alternativas morales que aparentemente se nos ofrecen en las presentes circunstancias históricas a quienes vivimos en zonas no favorecidas del planeta, es decir, en lugares donde el proyecto moderno no se ha mostrado a la altura de las expectativas generadas.

Ernst Bloch, uno de los más distinguidos filósofos del siglo XX, solía afirmar que "el socialismo no era sino el nombre que históricamente se había dado a la moral”. El dicho cobraba significado para él en el contexto del sueño moderno, que no es más que la esperanza de que la historia lleve al conjunto de la humanidad a una condición doblemente virtuosa de prosperidad y libertad. Justamente porque en la República Democrática Alemana, donde por un tiempo mantuvo una cátedra, no se cumplían esas condiciones, Bloch emigró o, mejor, fue forzado a hacerlo, a la República Federal, donde por lo menos se cumplía uno de esas condiciones y se había superado, en gran medida, una de las principales causas de la infelicidad humana, el hambre, que ha acompañado permanentemente a la vida humana. El hambre, dice Bloch, va por delante, el látigo solamente lo sigue, pues el problema de fondo es que el ser humano no puede alimentarse de pasto. En eso, dice Bloch “el pobre usualmente tratado como ganado, no tiene las cosas tan fáciles como aquel”

El sueño o utopía moderna, y la utopía no es sino el sueño en estado de vigilia, se presenta como la formulación más completa y radical del más viejo anhelo humano, a saber, la superación de toda privación. La utopía moderna parecía asimismo la apuesta más razonable de lograr ese objetivo. Esta convicción había sido formulada en términos absolutamente optimistas antes de Bloch sobre todo por su mentor intelectual, Carlos Marx, sin duda el más moderno de los pensadores modernos, el más confiado en la factibilidad del proyecto de convertir la tierra toda en una morada agradable para el ser humano, y el más firme sostenedor de la esperanza que es posible convertirla en el reino de la libertad. Es conocida la descripción de Engels del estado de cosas al que debía aspirarse una vez superadas las limitaciones que el orden capitalista impone al desarrollo de las fuerzas productivas:

“Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de existencia para someterse a condiciones verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora lo dominaban, se colocan, a partir de ese instante, bajo su dominio y mando, y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza”.

La realización del sueño moderno requiere, como la cita de Engels lo indica claramente, del cumplimiento de tres requisitos, a saber, la superación de la escasez y, por consiguiente de las privaciones; una ciencia social y natural que haga al hombre, como lo querían Bacon, Descartes y Leonardo, verdadero amo y señor de la naturaleza y de su entorno, y finalmente, la multiplicación del ocio y del tiempo liberado de la necesidad de trabajar para subsistir. Es por ello que el sueño moderno se aprecia más nítidamente en todas sus dimensiones en las formulaciones socialistas que en las liberales, pues estas últimas son reticentes a admitir que el control humano sobre las leyes sociales y naturales puede ser total. Como dice Engels en el mismo pasaje ya citado: “Las leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicados ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío... Sólo desde entonces este comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace... Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad”.

La limitación de la teoría económica clásica, pero también la del liberalismo en general para aceptar en todas sus consecuencias el sueño moderno están sobre todo referidas a la cuestión de la capacidad real de la especie para escapar al reino de la necesidad. La ciencia, social y natural, debería permitir un manejo voluntario y plenamente consciente de la vida en todos sus ámbitos, incluido el económico y eventualmente también el biológico. La economía clásica, y la mayor parte de las corrientes del pensamiento liberal, convencidas de la existencia de “leyes” del mercado y de una naturaleza humana definitiva e incambiante, no podían dar ese salto, como recientemente lo ha admitido Nozick en su polémica con el anarquismo. Es claro, pues, que la cuestión de factibilidad del proyecto moderno debe debatirse con el socialismo y no con el liberalismo, que es su versión más tímida y menguada. Un fin de la historia, imaginado como lo hace Francis Fukuyama, es en realidad una claudicación de la esperanza moderna. En todo caso, la reflexión sobre las bases morales de un futuro deseable, debe tener como referente la formulación más audaz del proyecto histórico vigente.

Tal proyecto implica, asimismo, y de allí la importancia asignada al desarrollo de las fuerzas de producción, la convicción que el requisito fundamental para la felicidad es la abundancia de bienes. Al aumento paulatino del total de bienes de una sociedad se lo ha llamado a lo largo del siglo XX “desarrollo”, y los niveles de desarrollo por ello se medían a partir de las fluctuaciones del PBI. Una fórmula de medición más pertinente para juzgar el grado de realización del proyecto moderno en un lugar determinado, sin embargo, es la medición de los niveles de consumo, pues es en el consumo que se realiza la mercancía como tal, según lo recordaba Marx, y que se alcanza la satisfacción buscada por el individuo que, supuestamente, le permite alcanzar su felicidad.

En realidad, cuando hoy se habla de “desarrollo humano” lo que se hace es precisamente eso, es decir, se establecen pautas para medir los volúmenes de bienes y servicios consumidos en un período temporal determinado por grupos de personas nítidamente diferenciados entre sí. El llamado desarrollo humano mide pues, en última instancia, el grado de realización del proyecto moderno a escala mundial.

La exigencia de que la humanidad entera esté involucrada en el proyecto, es decir, que el sistema civilizatorio propugnado por la modernidad se extienda a todo el planeta es uno de sus rasgos más importantes y centrales.

Recordemos que, especialmente a partir de la Revolución Industrial, la búsqueda del bienestar universal, que hasta entonces parecía ser expresión de la mera buena intención de algunos filósofos entusiastas como Kant, pero que los economistas consideraban irrealizable, se tornó en un imperativo incondicionalmente admitido. El discurso del desarrollo, por ejemplo, carecería de sentido si no se lo percibiera a la luz de la promesa universalizante que encerraba. La idea rectora detrás de ese discurso era precisamente que todos los países que hicieran adecuadamente las cosas en el orden establecido por los expertos podrían eventualmente alcanzar grados de bienestar y niveles de consumo similares a los de la clase media norteamericana, por ejemplo.

Todo esto es menester tenerlo presente para poder comprender el sentido real de los discursos actualmente en boga, como el del llamado neoliberalismo, que pretenden poner en cuestión algunos de los postulados mencionados y afirmar, al mismo tiempo, que lo sustantivo del proyecto moderno ha sido preservado y que, más aún, se ha realizado.

En realidad, a partir de los años 70 del siglo pasado podemos distinguir cuatro actitudes diferenciadas frente a la factibilidad del proyecto moderno, todas ellas derivadas de la afirmación de análisis de diversa índole que la ponían en duda. Tanto los informes del Club de Roma, que creían percibir límites al crecimiento, es decir, a la posibilidad de aumentar la acumulación de bienes indefinidamente, como los discursos de los ecologistas, que creían descubrir límites a la capacidad de acción sobre la naturaleza, o los alegatos de aquellos que se preocupaban por los límites políticos y sociales del crecimiento, contribuyeron a generar este tipo de dudas.

Las respuestas que estos análisis generaron decíamos que pueden clasificarse en cuatro rubros: a) pesimistas; b) optimistas moderados; c) optimistas ingenuos y d) utopistas. Los pesimistas son aquellos que han llevado al extremo las dudas de los críticos y que piensan que no solamente el proyecto moderno está condenado, sino que la humanidad misma tiene probablemente sus días contados y que ha sido en la práctica un experimento frustrado. Los optimistas moderados son aquellos, como las Naciones Unidas, que han desarrollado el discurso del “desarrollo sustentable” que, en buena cuenta, sostiene que con algunas modificaciones y con un buen grado de continencia y de templanza de parte de sus beneficiarios, la humanidad puede continuar tratando de realizar el sueño moderno extendiendo sus beneficios mundialmente.

Algunos teóricos, como Amartya Sen, por ejemplo, creen que esto implicaría alguna corrección en la definición de expectativas, de modo que la medición del éxito sea diferenciada y tome en cuenta las condiciones de partida de cada grupo y, por ende, defina en relación a ellas los objetivos razonables de desarrollo que puedan plantearse. Los optimistas ingenuos, por su parte, deben ser subdivididos en dos: aquellos que lo son de buena fe y aquellos que lo son por cálculo de intereses. A estos últimos pertenece la mayor parte de los adherentes al neoliberalismo, quienes, además, en la práctica han renunciado al ideal de la universalización de los beneficios del progreso. Entre los primeros debemos contar a teóricos como el ingeniero Eric Drexler, que cree que una mejor tecnología puede a la vez generar abundancia de bienes y ayudar a preservar, incólumes, los ideales de acumulación y de bienestar basado en la riqueza de la modernidad. Los utopistas son aquellos que, como Murray Bookchin o, hasta cierto punto, André Gorz creen que con los medios técnicos y económicos actuales es posible construir una sociedad universal que garantice a todos niveles adecuados de bienestar y, a la vez, no sea sistemáticamente destructiva del medio ambiente. La diferencia entre la tesis del desarrollo sustentable y esta de los utopistas es que éstos consideran indispensable una revolución de las conciencias y de las expectativas, es decir, una revisión profunda del proyecto moderno en lo que atañe a su apuesta a la acumulación ilimitada de riquezas y, sobre todo, a la sobrevaloración del interés individual como motivación principal de la acción colectiva. No por casualidad, los dos pensadores mencionados provienen de las canteras más sofisticadas y coherentes del socialismo, es decir, de su versión anarquista y libertaria.

Esto último es un hecho notable. Los principales teóricos de la hora que quieren encontrar alternativas al statu quo pero a la vez pretenden salvar lo más sustantivo y éticamente valioso del proyecto moderno, a saber, el impulso a la globalización de los beneficios del desarrollo y la maximización de la libertad individual, se declaran abiertamente o en algún momento se sintieron cercanos al anarquismo. Ese no solamente es el caso de los dos ya mencionados, sino el de un pensador tan lúcido como Noam Chomsky, cuyos planteamientos han servido como uno de los referentes principales a quienes iniciaron las protestas contra la globalización del poder transnacional en la ciudad de Seattle.

La prioridad del individuo es, en efecto, el signo distintivo más importante del proyecto moderno, concebido, desde su inicio, para acomodar sus supuestos atributos. El individuo es el protagonista central de la saga de la modernidad europea, sin él esa aventura no tiene el más mínimo sentido. Se trata de un personaje sin antecedentes en otras civilizaciones y sin precursores reales en la tradición cultural de Occidente, donde griegos, romanos y medievales coincidieron en pensar al ser humano como un animal social. El individuo aspira a una vida terrena lo más cómoda y feliz posible y, sobre todo, a una libertas, a una libertad de acción sin límite preciso, libertad que el dominio sobre la naturaleza puede además ir incrementando paulatinamente. Más aún, en la medida en que le interese la salvación de su alma inmortal, aspira a una salvación individual y rechaza la idea de un alma colectiva alguna vez atribuida a Averroes. Este individuo está movido por un ansia de autonomía que condiciona sus compromisos políticos y sociales, y aún sus compromisos con la verdad. Ese individuo no admite así como legítimos sino aquellos compromisos políticos que él mismo apruebe, o aquellos vínculos sociales que en uso de su criterio personal estime valiosos o, finalmente, las verdades que por medio de un método científico rediseñado para dar cabida a su propia observación y juicio le parezcan aceptables y convenientes.

Decía Hume de este individuo con “generosidad limitada” que sólo lo motiva el interés propio, que su razón es pasiva, es decir, no produce ímpetu alguno para la acción. Toda acción está impulsada y motivada por su egoísmo, que no es sino otro nombre para designar al ya mentado interés propio. Toda la teoría moral moderna clásica, desde el utilitarismo que se origina con Hume, hasta el formalismo kantiano, pasando por la noción de derechos naturales de Locke, cobra sentido solamente si se la percibe como un debate sobre el bien y el mal referido al individuo autónomo.

No es por ello de extrañar que todo aquello que parecía vicioso a los medievales, que todas aquellas pasiones por las que Dante alojaba en el infierno a las gentes, fueran luego las motivaciones más apreciadas por los modernos para construir sociedades deseables en ese proceso de “transformar los vicios privados en virtudes públicas”, del que habló primero Mandeville y luego el mismísimo fundador de la ciencia social moderna, Giovanni Batista Vico. Estos vicios mutados en virtudes, las pasiones de las que hablaba Hume, una vez liberadas, sirvieron para dar un impulso a la creatividad humana y una fortaleza a los procesos de generación de riqueza que, como diría luego Marx, sacaron a la humanidad o, mejor, a parte de ella, de su condición ancestral de servidumbre a la naturaleza. El individualismo egoísta ha sido, sin duda, un elemento liberador de fuerza y de potencialidades y cualquier evaluación seria del proceso histórico debe empezar a reconocer ese hecho so pena de resultar muy sesgado y de ser incapaz de generar una comprensión adecuada de la realidad.

La doctrina de la mano invisible, que produce armonías sin que sean conscientemente deseadas, y que genera formas de cooperación no previstas pero eficaces, que en su esquema inicial fue presentada para el ámbito de la política por Niccolo Macchiavello y adaptada luego al de la economía por el más aprovechado de los alumnos de Hume, Adam Smith, es la expresión más lograda de tal esquema. En nuestra época, ha reivindicado el esquema de manera muy lúcida Robert Nozick. Aunque parezca estar en las antípodas de este tipo de visión del mundo, la descripción kantiana de la forma de configuración del reino de los fines, que no es sino el reino de la libertad, es similar. Cada sujeto legisla separadamente de acuerdo al imperativo categórico, es decir, de acuerdo a una norma que busca que toda ley sea universalmente válida en un reino de seres racionales, y al final descubre que los términos en que ha legislado coinciden plenamente con los de todos los demás seres racionales que han seguido el mismo procedimiento. Es por ello que Nozick, un ideólogo radical del liberalismo a ultranza y un partidario de la tesis del Estado mínimo, puede valerse de argumentos kantianos para sustentar su oposición a la formulación de toda utopía colectivista o de todo proyecto social de bienestar colectivo. Vale la pena citar el texto respectivo in extenso, porque se trata de una de las formulaciones más explícitas de una posición estrictamente compatible con el espíritu del proyecto moderno en su forma original:

“Solamente hay gentes individuales, diferentes gentes individuales con sus propias vidas. Usar a una de estas personas para el beneficio de otros, lo usa a él y beneficia al otro. Nada más. ... Hablar de un bien común general simplemente oculta este hecho. Usar a una persona de esta manera no respeta suficientemente el hecho que se trata de una persona separada y que tiene solamente una vida. ... Los límites morales sobre lo que podemos hacer, sostengo, reflejan el hecho de nuestras existencias separadas. Reflejan el hecho que no puede ocurrir ningún acto de equilibrio moral entre nosotros; no hay ninguna manera de compensar moralmente una vida con otras de modo que se llegue a un bien social superior. No hay ningún sacrificio justificado de alguno de nosotros por otros”.

Cualquier disputa referida a la base moral del proyecto moderno debe estar referida a su formulación más prístina y radical, que es la que en el pasaje anterior Nozick trata de reproducir, pues la inclusión en la conciencia colectiva de las sociedades modernas más avanzadas de una noción de bien común, o de interés por lo que en el siglo XIX se comenzó a llamar la “cuestión social” fue más el producto de la confrontación de grupos de interés, que pugnaban por alcanzar los beneficios del desarrollo material que de una simple argumentación teórica. La verdadera discrepancia entre los socialistas, o, para decirlo con mayor precisión, la mayoría de ellos, y los liberales ha estado sobre todo referida a dos aspectos, la viabilidad de la universalización de los beneficios de la modernización y el procedimiento para aumentar la riqueza, en ningún caso la discrepancia ha estado referida a la naturaleza del objetivo último que era, precisamente, la acumulación de más riqueza material como condición indispensable para garantizar unas existencias individuales placenteras y felices. Por ello, el verdadero dilema planteado en el debate contemporáneo ha estado entre la planificación inventada por Saint Simon y la aquí mencionada doctrina de la mano invisible.

En nuestros días, después del colapso del sistema comunista de Europa central, que pretendía extender el bienestar con la fórmula del pleno empleo y la reivindicación del derecho al trabajo imaginada por L. Blanc en el siglo XIX, el ideal moderno ha tomado la vieja fórmula de Owen y Proudhon de proponer la extensión del derecho a la propiedad.

El debate sobre este tema es crucial, pues lo que está en cuestión es cómo garantizar al individuo el acceso a parte de la riqueza social, a aquella parte que le corresponde para poder sobrevivir y, eventualmente, para vivir bien. Al respecto solamente se han barajado dos fórmulas: o bien el pleno empleo y el reconocimiento al derecho al trabajo que, en la práctica es el derecho a un salario, o bien la universalización de la propiedad, ya sea a través de las cooperativas y mutuales de los pensadores mencionados o a través de medidas como las que propone nuestro compatriota Hernando de Soto y que apuntan a realizar el ideal clásico de Jefferson de convertir a todos los ciudadanos en propietarios y en empresarios. La gran utopía norteamericana ha ganado credibilidad histórica porque, en efecto, en ese inmenso país se dieron inicialmente condiciones propicias para promocionar el más amplio movimiento de repartición de propiedad de la historia de la humanidad. La consecuencia en los Estados Unidos ha sido la fetichización de la empresa, como expresión máxima de la autonomía individual. Pero, en general, el reduccionismo económico es consustancial a un proyecto que condiciona la felicidad a la prosperidad material. Ahora bien, en el caso norteamericano, el Estado ha actuado como ente compensador del posible descontrol de la iniciativa empresarial, estableciendo reglas de equidad más o menos eficaces. La esencia del planteamiento neo-liberal, como puede percibirse por ejemplo en los escritos de Milton Friedman y otros, es precisamente que la libertad de empresa y la libertad económica en general condicionan todas las demás libertades, incluida la política. Sólo en ese sentido el neoliberalismo es una expresión del proyecto moderno, pero lo es sólo parcialmente y hasta deficientemente, en la medida en que pone en cuestión sus aspectos más cruciales, a saber, la posibilidad de que las gentes definan consciente y deliberadamente su propio destino, sin sentirse atadas ni limitadas por leyes económicas o de otra índole que restringen su capacidad de acción y su imaginación. Someter la vida a las leyes del mercado es, en realidad, una manera de negar lo sustantivo del sueño moderno.

2. Los retos del presente y la viabilidad moral del sueño moderno

Colapsado el socialismo soviético, la atención analítica se ha centrado en los mensajes que sobre la viabilidad del sueño moderno proyecta ese proceso que se ha dado en denominar globalización. Ulrich Beck ha dicho bien que esa palabra designa lo que antes se hubiera designado con vocablos tan simples como cambio o revolución, pues no cabe duda alguna que estamos ante fenómenos que si bien no terminan de mostrar la dirección final a la que pueden conducir a la humanidad, sí permiten ver configurado un futuro totalmente distinto a cuanto haya experimentado la especie a lo largo de su historia conocida.

Este proceso puede ser enjuiciado desde muchos ángulos. Pero sin duda, a quienes habitamos el lado flaco del planeta, y que somos parte de la inmensa mayoría de los miembros de la especie, debería interesarnos medirlo desde nuestra propia perspectiva y desde nuestro propio ángulo de observación. Más aún, en términos morales, es ese el mejor ángulo posible, puesto que lo bueno y lo malo, si tienen en alguna medida carácter universal, deben por lo menos acomodar los intereses y expectativas de las mayorías.

Lo menos interesante del proceso de globalización es, en realidad, su dimensión económica, ya que lo que hoy vemos estaba previsto en lo sustantivo desde el siglo XIX. Lo novedosos sobre ese tema en los últimos decenios ha sido una cierta aceleración de algunos fenómenos, tales como la concentración de la riqueza en menos manos, la multiplicación de la especulación financiera y, sobre todo, la afirmación de la tendencia del sistema productivo a generar desempleo por el efecto combinado de la robotización y el uso masivo de elementos de comunicación y de gestión electrónicos en las empresas. Todo eso ha empezado a ser cuidadosamente estudiado y cuantificado, como lo demuestra, por ejemplo, el ya clásico trabajo de Jeremy Rifkin sobre el futuro del trabajo.

Pero lo más trascendente de la globalización hay que buscarlo en sus efectos políticos, sociales y morales y en su impacto sobre la viabilidad del propio proyecto moderno. A eso nos abocaremos brevemente en lo que sigue. El avance de la globalización ha generado una gran contradicción: la aventura humana se ha tornado en un proyecto común, la historia es por vez primera verdaderamente universal, y no por obra de la providencia, ni de la vigencia de alguna ley metafísica del progreso, sino por obra y gracia de la contaminación del medio ambiente, de la producción y almacenamiento de armas de destrucción masiva y de la creación de redes de interdependencia entre las naciones y los grupos humanos para la actividad productiva y reproductiva. Al mismo tiempo, y eso es lo que genera la contradicción, la inmensa mayoría de los seres humanos están excluidos de toda capacidad de decisión sobre sus propias vidas y su propio destino. El destino de las mayorías depende de las decisiones, de los prejuicios y de las ambiciones y mezquindades, pero también de la bondad y buena fe que puedan tener unas minorías cada vez más ínfimas.

Por primera vez en la historia de la humanidad, un grupo minoritaria de seres humanos podría decidir la aniquilación del resto de la especie sin que esa mayoría pudiera hacer nada por defenderse. Esa es la posibilidad real que da la posesión de armas de aniquilación masiva. De otro lado, la subsistencia de la especie en el entorno natural depende de que esas mismas minorías decidan evitar que continúe la destrucción masiva y sistemática del medio ambiente inducida por la manera de producir bienes materiales desde los inicios de la revolución industrial. Más aún, en esto, las mayorías, que ni siquiera se benefician de la riqueza acumulada por la producción, son en realidad cómplices silenciosas de su propio infortunio al haber aceptado de buena gana la única universalización efectiva hoy constatable, la del sueño moderno y la de las expectativas de bienestar material sin límite.

Decíamos que la distancia entre los poderosos y los débiles nunca ha sido mayor. Una de esas manifestaciones es precisamente la desigualdad de acceso a la riqueza material, la desigualdad económica, hoy más pronunciada que nunca. Pero la real causa y la más importante manifestación de esa distancia entre poderosos y débiles radica en la desigualdad de capacidades para la producción de conocimiento científico y tecnológico y, más concretamente, en la desigualdad de capacidades para la creación de tecnología. Es por esa razón que aún los más ricos de los países pobres pertenecen a la capa de los débiles, aunque su acceso limitado al uso de aparatos y al consumo de bienes les cree la ilusión de que participan del banquete principal.

Junto a este hecho central de la época, es decir, a la distancia entre poderosos y débiles, hay otro igualmente contundente: la conciencia, entre quienes deben tomar las decisiones más cruciales, que la universalización del bienestar, en las condiciones actuales, es decir, dependiendo del modo de producir hoy vigente, no es posible sin acarrear un desastre catastrófico de escala mundial. Este hecho se conoce y está contabilizado desde por lo menos la década de los 70 del siglo pasado, según se tiene dicho. Hay, claro está, la esperanza de que mejor tecnología y el menor uso de recursos naturales permitan remontar esta limitación, pero como están las cosas, no es posible materialmente satisfacer las expectativas generadas en 6,000 millones de personas y menos lo será satisfacer las de 8,000 millones dentro de un par de décadas.

La aplicación del sueño moderno, en consecuencia, ha generado un estado de cosas muy distinto al que se aspiraba a crear. Quizá la manera más clara de medir la debilidad de los débiles es atendiendo al hecho que no están en condiciones de reproducir autónomamente la forma de vida por la que han optado y estiman la más deseable.

Es precisamente debido a la conciencia de esta realidad, que algunos quieren ocultar acusando a quienes la señalan con los métodos del lenguaje moderno, es decir, con cifras y datos empíricos y científicamente confirmados, de ser catastrofistas, que algunos pensadores, sobre todo ligados a las religiones éticas tradicionales, han alzado su voz para postular la necesidad de iniciar un esfuerzo por encontrar nuevas bases morales para el diseño del futuro. Dos son los nombres que más destacan en este sentido: Hans Jonas y el teólogo Hans Küng . Hay una frase pétrea de Küng con la cual quiere hacer hincapié en el carácter perentorio de la empresa de renovación de la moral: “no hay supervivencia sin una ética mundial”. Para ilustrar esa urgencia, Küng destaca algunos hechos que mostrarían que el statu quo es insostenible en el tiempo:

“Cada minuto gastan los países del mundo 1,8 millones de dólares en armamento militar.

Cada hora mueren 1,500 niños de hambre o de enfermedades causadas por el hambre.

Cada día se extingue una especie de animales o de plantas.

Cada mes el sistema económico mundial añade 75,000 millones de dólares a la deuda de billón y medio de dólares que ya está gravando de un modo intolerable a los pueblos del Tercer Mundo.

Cada año se destruye para siempre una superficie de bosque tropical equivalente a las tres cuartas partes del territorio de Corea”.

Sin ser estas las cifras más relevantes ni aterradoras, sirven suficientemente para sustentar la racionalidad de las angustias de nuestro teólogo. No vamos a discutir aquí el mérito de sus propuestas específicas de carácter práctico para cambiar el curso catastrófico de la sociedad contemporánea, interesa más examinar sus premisas éticas. En ese sentido, Küng sostiene que su posición no es en modo alguna contraria al proyecto moderno. Se inclina por un orden post-moderno que no sea, empero, antimoderno, que, dice, no sea tampoco ultramoderno, sino que permita superar, en el sentido hegeliano, la modernidad, es decir, creando un orden cualitativamente superior pero que contenga los rasgos más positivos de la modernidad.

Dice al respecto:

«El paradigma moderno... debe ser superado, en el triple sentido hegeliano: la modernidad debe ser:

-afirmada en su contenido humano,

-negada en sus límites inhumanos,

-trascendida en una nueva síntesis diferenciada y holística pluralista»

Esta superación, sostiene Küng, requiere de un nuevo talante ético, que se concretaría fundamentalmente en dos principios: la necesidad de propiciar consensos sobre aquellos asuntos que involucren al destino colectivo de la humanidad y el desarrollo de una ética de la responsabilidad, es decir, una ética preocupada por el futuro que pueda generar un impulso de autolimitación en los hombres con miras a respetar la naturaleza y garantizar un futuro viable a las futuras generaciones. Contrarias a esta ética de la responsabilidad, que mide en cada caso las consecuencias de largo plazo de las acciones, son la ética del éxito, que ha prevalecido en la modernidad y ha tomado a veces la forma de un utilitarismo extremo, y la ética de intenciones, pues lleva a un absolutismo ético incapaz de tomar en cuenta las condiciones reales de la vida de la especie y que puede, más bien, propiciar actitudes fatalistas y violentistas. El mensaje para el tercer milenio, dice el teólogo alemán, puede concretarse así: “responsabilidad de la comunidad mundial con respecto a su propio futuro. Responsabilidad para con el ámbito común y el medio ambiente, pero también para con el mundo futuro”.

El criterio último y sostén de todo esto es el hombre. El hombre “ha de ser más de lo que es: ha de ser más humano”. Pero justamente aquí, donde está lo sustantivo de la tesis, es que radica su principal debilidad. Lo que el sistema actual ha puesto en duda es, justamente, la idea kantiana de la dignidad intrínseca del hombre. Nociones tan perversas como la de “capital humano”, que pretende darle un toque humanista al discurso económico, así lo demuestran. Una persona valorada por ser capital humano está condenada a convertirse en el tiempo en una pieza descartable, en un elemento sobrante, en un desechable. De modo tal que la mera afirmación no originalmente fundamentada de que el hombre debe ser respetado como tal no tiene de por sí fuerza de argumento contundente. La gran tarea de la ética es justamente generar ese tipo de argumentación.

La misma atingencia podría formularse de los planteamientos de Hans Jonas. Su alegato sobre la necesidad de garantizar la supervivencia de la especie como tal no es convincente para alguien apresado por el razonamiento utilitarista y cortoplacista que se estima hoy como absolutamente verdadero. ¿Qué responsabilidad sobre el bienestar de futuras generaciones habría de tener aquel que no la tiene siquiera por las presentes en estado de indigencia? Argumentar una necesidad de solidaridad con la especie requiere una fundamentación que no puede ser simplemente la mostración de los hechos o de los riesgos, como pretende Jonas. Consciente de la debilidad de su planteamiento, quiere dejar de lado la célebre objeción humeana a pasar de la descripción a la prescripción, del ser al deber ser, pero el mero deseo no es suficiente argumento. La única manera eficaz de superar la objeción es construyendo una teoría general del hombre que lo muestre como un ser relevante en el universo y por ende, de ser preservado en el mundo de los vivos. Ni siquiera basta aquí una argumentación, como la que desarrollan algunos ecologistas, que busque resaltar la importancia de la vida en el universo, pues, como lo ha hecho notar Murray Bookchin, esa argumentación es por igual aplicable a los seres humanos y a las cucarachas. La única argumentación posible es aquella que muestre fuera de toda duda que el ser humano, tal y como es, debe ser preservado por razones que trascienden su existencia individual y que tienen algún tipo de repercusión cósmica.

Cabe señalar en este contexto la otra gran limitación de los dos pensadores que venimos tratando, a saber, su tendencia a apoyarse en convicciones religiosas que no son universalizables. No se trata aquí de que otras concepciones religiosas pudieran serlo. El talante ético que reclama Küng, para ser universalizable, para ser aplicable al conjunto de la especie tal y como ella existe hoy y tal y cual son sus convicciones, ha de ser laico, secular. Esta universalización no se logra, como quiere Küng con un diálogo entre las diversas religiones; sólo se logrará a partir de una refundación del pensamiento y de una real superación de todas las formas del pensar histórico, en la medida en que lo que hay que enfrentar hacia delante es una realidad absolutamente novedosa. Del hecho que el futuro no se pueda enfrentar sino desde el presente, en ningún caso se sigue lógicamente que tiene que hacerse primariamente con instrumentos del pasado o del presente, menos con aquellos que han servido históricamente para azuzar conflictos, para separar y para exacerbar pasiones antagónicas.

¿Pero cuál puede ser entonces ese punto nuevo de partida para una justificación moral de la acción humana colectiva?

Hay aquí dos cuestiones a resolver. Una primera atañe a la justificación de la existencia humana en términos metafísicos. Esa tarea no tiene por qué ser esbozada aquí, más allá de la necesidad de reconocer su centralidad en la actividad teórica del presente. La otra es hallar una motivación para la acción alternativa al impulso egoísta del individuo, pero tan eficaz como fue aquella para generar un primer impulso productivo como el que nos ha llevado hasta hoy. Dada la condición humana, ese punto de partida motivador no puede ser sino la preocupación por la preservación de la especie a partir de la convicción de que cada ser humano, aún el más humilde y débil, merece ser preservado en la vida.

En la práctica, esto debe traducirse en el diseño de medios de acceso a la riqueza pública totalmente independientes de los méritos o de las actividades que realice o deje de realizar un sujeto. Será esa la manifestación práctica más tangible y más inmediata del cambio de paradigma civilizatorio, pues de eso y no de menos estamos hablando cuando hablamos de una renovación del sistema de moral, de una verdadera revolución ética.

Esa tarea, por las circunstancias históricas antes expuestas, recae fundamentalmente en los más débiles, en quienes no tienen lugar ni lo tendrán en el orden actual de cosas y, ciertamente, también en aquellos que, beneficiados del statu quo, desarrollen objeciones morales a su perpetuación.

No se trata entonces de una modernidad diferente, lo que se debe fundar es un orden civilizatorio totalmente distinto al actual, ese sí global, pero no excluyente, ese sí universalizable, aunque no necesariamente homogéneo.

Ahora bien, tal orden no solamente no podrá prescindir de la ciencia y la tecnología, sino que deberá dotarse para sostenerse en el tiempo de una técnica y ciencia superiores, cualitativamente superiores. Pues si algo es evidente, es que el futuro de la humanidad, en la medida en que sea posible sobre el planeta tierra, deberá basarse en un medio crecientemente artificial, es decir, crecientemente producido y reproducido por el hombre.Un medio por excelencia contingente como ese requerirá no solamente de un aparato científico tecnológico muy sofisticado, sino sobre todo de una clara e inquebrantable convicción de que la existencia humana en el cosmos vale la pena. Todo otro discurso, especialmente aquellos que buscan hacer menos difíciles, sin cambiarlas radicalmente, las condiciones de vida de las mayorías, son sensatos en el corto plazo, pero vistas en el largo plazo, semejan los cálculos de aquel terrible personaje de Víctor Hugo que daba limosnas no para aliviar la pobreza, sino para perpetuar el sufrimiento de los pobres.

Fuente:
Abugattas, Juan. (2005) "Fundamentos para un orden moral sustentable". En: Indagaciones filosóficas sobre nuestro futuro. UNMSM - UNESCO, Lima. Páginas. 133-150.

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