EL PERÚ VISTO MÁS ALLÁ DE SU COYUNTURA
Juan Abugattás
Este breve ensayo pretende ser filosófico en un sentido muy limi tado y muy tradicional, a saber, quiere reflexionar sobre el curso de la historia peruana y de las circunstancias actuales tratando de excavar algunas de las raíces de la sociedad afincada en este territorio.
Esa reflexión procede en tres partes. Una primera que contrasta las lógicas empleadas para organizar los espacios políticos en el territorio peruano antes y después de la invasión española. Una segunda que examina algunas de las características de los constructores de la sociedad en el Perú y algunos de los criterios de los que se han valido y se valen para definir las relaciones entre sí y con el resto de gentes. Una tercera, más concisa, que extrae algunas conclusiones sobre las formas que el entorno puede condicionar o, en general, incidir sobre las posibilidades de organización política en el Perú de hoy.
Independientemente del valor que pueda tener este ensayo, es ab solutamente evidente que hace mucha falta una reflexión de hondura sobre el Perú y sus gentes. El Perú es un fenómeno muy pensado, si se lo compara con otros espacios políticos americanos. Pero en los últimos tiempos ha prevalecido el tipo de reflexión más bien apurado que caracteriza gran parte del trabajo local en las ciencias llamadas sociales. En general, ese tipo de pensamiento se deja deslumbrar por analogías y por cantidades y por ello termina atribuyendo calidad de causa a lo que es síntoma, despreciando, por no primariamente cuantificables, aquellos datos que más valor intrínseco y develador podrían contener.
No hay, sino de forma muy rudimentaria, una fenomenología de la conducta social de los peruanos, es decir, una presentación secuencial de las configuraciones que la vida ha ido tomando en este territorio. El esfuerzo ha sido desdeñado como rapsódico y poco revelador. Pero hoy su necesidad se manifiesta como condición indispensable para la com prensión de fenómenos como los del descalabro institucional, la rebelión de las masas, la trabazón de la acción colectiva, y otros, que son los que definen las condiciones y el ritmo de la vida en el Perú y dan pie para la resistencia a los intentos de ser entendidos con las formas más populares de análisis.
No solamente las instituciones se han tomado obsoletas, sino también, en un sentido muy serio, los métodos y procedimientos con los que pretende analizarse esa situación.
Tal vez estas notas ayuden a entender ese problema. En todo caso, coloquios como este son sin duda espacios privilegiados para empezar a subsanar esa grave carencia de nuestro pensamiento.
I. LA LÓGICA DE LA ORGANIZACION
Olvidamos con frecuencia exagerada y enfermiza que el Perú de hoy está edificado sobre un espacio políticamente privilegiado. Aquí, más que en casi ninguna otra parte del mundo, se han experimentado, sin interrupciones significativas, cientos de formas de organización política. Nuestro error es similar al que cometen en otras latitudes los teóricos del renacimiento islámico pretendiendo, por ejemplo, que las historias de Egipto o de Persia se remontan apenas unos siglos atrás hasta la llegada del Islam a esos lugares.
Ciertamente, ningún sentido ni utilidad tiene el volver la mirada al pasado para idealizar algunas de sus partes y menos para intentar reeditar formas antiguas de organización política, como parecen querer hacerlo algunos indigenistas asaltados de una aguda fiebre escapista. Hacer esto equivale a no reconocer el hecho más importante de nuestra época y el más duro de admitir que hemos entrado en una nueva era y que todo el pasado de la humanidad recogido en un solo paquete resul tará crecientemente inútil para enfrentar los retos que se planteen a la especie en adelante.
Pero el Perú de hoy no es entendible, en primera instancia, sino por contraste con lo que fueron las sociedades prehispánicas en relación a la lógica con que y desde la cual se organizaron. Veamos.
Quienes construyeron sociedades en el Perú prehispánico tuvieron ciertas desventajas respecto de quienes se propusieron la misma empresa más tarde, pero ciertamente gozaron también de algunas marcadas ven tajas. Las más importantes, vistas las cosas a la luz de lo ocurrido en los últimos cinco siglos, derivan de un hecho central, a saber, que su hori zonte vital estuviera limitado tanto en lo geográfico, como en el número de comunidades humanas potencialmente involucrables en un experi mento social. Un mundo limitado facilita el desarrollo de una cultura autorreferida y autocentrada, esto es, de una actitud colectiva determina da por el hecho que la administración de las cosas sea pensada funda mentalmente en función del impacto potencial sobre la propia sociedad. Lo que caracteriza a una civilización autocentrada es la convicción de sus integrantes que es en ella misma que sus sueños y anhelos más preciados pueden encontrar su realización y consumación. Tal es lo que acontecía en el antiguo Perú.
Por lo demás, un horizonte vital restringido es susceptible de una exploración cabal y de un conocimiento adecuado. Es obvio que un territorio tan reacio al control humano y a la domesticación, pero a la vez, una vez vencido, tan apto para la multiplicación de plantas y animales beneficio sos para el hombre, no podía ser administrado sino sobre la base de un conocimiento muy exacto de sus condiciones. Pues si en alguna parte del mundo es aplicable el dictum de Hesíodo que Zeus ha ocultado los frutos de la tierra a los hombres, ese lugar es el Perú. La multitud de plantas comestibles artificialmente generadas a partir de la experimentación y del conocimiento preciso de las subzonas ecológicas, la proliferación de animales domésticos y el aprovechamiento sistemático de los recursos marinos para la complementación de la dieta, así como las impresionantes obras hidráulicas con las que se cambió la apariencia natural del territorio, atestiguan de una capacidad de control extraordinaria y en consecuencia, de la habilidad de los antiguos habitantes del Perú para develar los arcanos de Zeus.
Son perfectamente plausibles, por ende, las conjeturas sobre el confort relativo y la ausencia de privaciones serias de la población del antiguo territorio americano. Más allá del juicio que nos merezcan los sistemas de administración y de gobierno que entonces imperaban, es menester no perder de vista hechos como, por ejemplo, que el territorio entonces haya estado muchísimo mejor interconectado y dispuesto para la comunicación entre los diversos grupos que lo habitaban, que nunca después. Y si bien hubiera sido ideal que las comunicaciones se entablaran con fines de coordinación y no de imposición o de dominio, lo cierto es que los hechos no pueden dejar de ser percibidos y reconocidos en toda su magnitud.
En cierto modo, fue el hecho que las sociedades antiguas fueran tan dependientes para su subsistencia de la actividad humana y del cuidado de un entorno altamente artificializado, lo que determinó su perdición. Programaban los antiguos las guerras y las hacían por lo general en épocas que no demandaran mucha mano de obra, ya fuera para la siem bra o para la cosecha. Las guerras civiles entre el norte y el sur del imperio y luego la conquista europea introdujeron alteraciones tan sustantivas en el ritmo de la vida que terminaron por socavar los fundamentos mismos de la civilización que se había construido penosamente a través de muchos siglos de cuidada actividad y coordinación, siglos que habían permitido reunir un acervo de información sobre el entorno geográfico que jamás se ha recuperado desde entonces.
Cuando se habla de la conquista se suelen enfatizar los rasgos mas vistosos y moralmente reprobables, pero pocas veces se apunta el dedo hacia el corazón de la cebolla. A estas alturas es en realidad igualmente necio pretender hallar algún rasgo redentor en uno de los hechos más crueles y absurdos de la historia de la humanidad; como lo es pretender que todos los males que hoy oprimen a los pueblos americanos tengan como causas inmediatas a esos lejanos sucesos.
Lo cierto es que los cristianos que llegaron a la América meridional no solamente se contaban entre los grupos más rudimentarios e ignoran tes de Europa, sino que habían convertido su fe en un grito de guerra. Eran, como se ha demostrado de manera brillante hace muy poco[1], unos guerreros con espíritu de cruzada, pero además unas gentes sin control ni mesura. Y vinieron esos guerreros del Apocalipsis cargados de iras, ambiciones, sueños de opio y enfermedades. Una combinación explosiva que terminó por diezmar a la población aborigen de manera sin prece dentes en la historia más reciente de la humanidad. La tierra se yació de hombres, según lo atestiguan esas ruinas innumerables que pueblan mu das el territorio del Perú y que generalmente no queremos interrogar, porque es mejor pensar que las gentes que habitaron los pueblos de barro y piedra se marcharon a otro lado, que pensar, como es imperativo hacerlo cuando se procede con seriedad, que se murieron o fueron brutalmente muertos.
El hecho principal de la conquista es, por ende, que combinó un espíritu inmisericorde muy acendrado, con un grado de ignorancia del entorno casi total. Quienes atesoraban en el pasado los conocimientos más valiosos fueron justamente los primeros en morir, víctimas de las perse cuciones políticas y religiosas y de esa horripilante y torpe cacería de brujas que fue la extirpación de idolatrías. La lógica que se impuso luego para la reconstrucción de la sociedad política en el Perú (pues reconstruc ción casi de la nada es lo que fue), representa el más grande y significativo cambio que se operó. Esa lógica no fue autocentrada, sino por el contrario dirigida hacia el exterior, hacia lo lejano, hacia un mundo sin fronteras visualizables que, por lo demás, no podían conocer sino de oídas y no podían dominar en absoluto. Esto significaba vivir y organizar la vida en función de demandas y de retos que provenían de fuera y que solamente se podían realizar plenamente fuera de los territorios que habitaban. El Perú no era la tierra prometida, sino solamente el lugar en que se hacen méritos y se acumulan puntos para acceder al paraíso.
La última oportunidad de los invasores para evitar la imposición de esta lógica se perdió con la derrota de Gonzalo Pizarro y sus secuaces, pues entonces fue el reino lejano y ajeno el que impuso sus condiciones y sus paradigmas. En algún sentido, pues, ha sido la batalla de Jaquijaguana la más importante del Perú en los últimos siglos. A esa batalla se puede comparar solamente la de Ayacucho, con ventaja de la primera en cuanto a su significación histórica. La soledad de Pizarro y de Carbajal (“general del felicísimo ejército de la libertad del Perú” se autotitulaba ese Demonio de los Andes) en el campo de batalla en alguna manera todavía no se ha superado, pues no fue el aire quien se llevó, uno a uno, a sus “cabellicos” sino la misma ilusión que domina muchos espíritus contemporáneos en el Perú, es decir, el deseo de ser parte de un mundo ajeno que se les aparece más sólido y llamativo[2], deseo alimentado por la certidumbre que la realización de la vida está negada en estos lugares y que la historia y la felicidad se fabrican en lugares remotos. Una suerte de absurdo hegelianismo nos domina, que hace que las elites se planteen objetivos menguados para la conducción de las sociedades y que las mayorías se contenten con sobrevivir en función de un epicureísmo tenue, que pide satisfacción en la sola ausencia del dolor.
Esto, que pudo haber cambiado con las guerras de emancipación y la fundación de las nuevas repúblicas iberoamericanas, se frustró de arranque. Hay aquí varios asuntos a considerar.
Están en primer término, el carácter de las revoluciones emancipadoras y de las gentes que asumieron su liderazgo. Destaca en esto profundamente el contraste con la revolución norteamericana, pues mientras que en el norte se reaccionó contra la autosuficiencia europea, expresada con deslumbrante nitidez en las tesis sobre la inherente supe rioridad de la geografía y la humanidad del viejo mundo sobre el nuevo, con un proyecto autocentrado y ambicioso de construcción de una sociedad poderosa y competitiva, en el sur se plantearon proyectos menguados de emancipación. En efecto, mientras que los Estados Unidos fueron fundados para superar y llegar a dominar a Europa, las naciones iberoamericanas fueron concebidas como pequeños estados destinados a jugar un papel secundario en el concierto internacional.
No es de extrañar que el único proyecto de grandeza concebido y puesto en práctica en el sur fuera el de Bolívar, ni es sorprendente que tal proyecto se basara en la convicción, derivada en parte de la lectura de las investigaciones de Alejandro Von Humboldt, sobre las riquezas y las dotes de la América. Al igual que Clavijero, Humboldt había demostrado que lejos de ser ésta una tierra degenerada y degenerante, tenía en sí todos los atributos indispensables para convertirse en escenario de grandezas y en fuente de inmenso poder.
Bolívar, empero, había descubierto, en el dolor de la derrota de su Primera República, que un proyecto de ese tipo requería del escrupuloso cumplimiento de dos precondiciones: que fuera inclusivo y ampliamente convocador (el incidente de Boyes y los llaneros lo llevó rápidamente a esa conclusión) y que se proyectara a una población importante y a un territorio extenso.
El cumplimiento de estas precondiciones, empero, hubieran su puesto la existencia de un sentido de solidaridad y de destino compartido entre los habitantes de las antiguas colonias españolas, que simplemente no existía y que, por lo demás, terminó de quebrarse totalmente en los dos puntos neurálgicos del antiguo Imperio: México y Perú.
Los experimentos revolucionarios previos a las guerras de eman cipación sirvieron solamente para exacerbar las barreras de temor y desconfianza que habían separado a los dos bandos en que la población americana había estado dividida desde los tiempos iniciales de la colonia: las castas y los indios (al decir de Hipólito Unanue) y los españoles americanos o criollos. Las rebeliones de Hidalgo y Morelos y las de Túpac Amaru y Túpac Katari que pudieron haber contribuido a instaurar en América Latina proyectos autocentrados y ambiciosos, sirvieron única mente para preparar el terreno a rebeliones menguadas que dieron na cimiento a repúblicas excluyentes y con vocación de pequeñez.
El Perú es en esto el ejemplo más claro y más trágico. Unanue, el más esclarecido de los ideólogos peruanos y también el más estructural de los conservadores, había comprendido mejor que nadie que en el Perú había pasta de grandeza. Conocía él mejor que nadie las riquezas y ventajas del territorio, pero sabia, a la vez, que tal grandeza no podía ser alcanzada bajo el liderazgo de los criollos: era a los indios y a las castas que correspondía ese destino. Tal destino, sin embargo, no podría cum plirse sino a costa de las minorías criollas y fue por ello que hubo de plantearse el reto de concebir una república criolla, excluyente y limitativa.
No es, pues, cierto que el Perú haya sido producto del azar y de la improvisación. No es la inercia de la historia, sino la deliberada ma nipulación de los hechos y de las gentes por parte de unos brillantes ideólogos y políticos lo que dio forma a esa república que, al decir de Matos Mar, acaba de ser desbordada.
El segundo asunto a ser tomado en consideración es el tipo de referente ideológico que operó en el proceso de emancipación del ocho cientos.
Mientras que en la América del Norte lo que dominó los espíritus fue el liberalismo político, aquí en el sur el hegemonismo inglés y el equivocado cálculo de los líderes emancipadores hicieron prevalecer el más estrecho liberalismo económico.
Bolívar y, en nuestro caso, Sánchez Carrión pensaron que el libe ralismo no solamente serviría para desmontar la pesada red de controles montados por España y que limitaban la actividad económica en la Amé rica, sino que la extensión de la propiedad y la disolución de las corpo raciones indígenas (en nuestro caso las comunidades) sería la mejor plataforma posible para la fabricación de ciudadanos. La imagen ideal del ciudadano que manejaba Bolívar era la de Jefferson, que él había conocido a través de las cartas de viaje de Miranda. Era el individuo autosuficiente y consciente de sus intereses, propietario, informado y educado.
En la práctica, el liberalismo no produjo ni instituciones sólidas, ni economías firmes, ni ciudadanos libres, sino unas sociedades débiles y desindustrializadas. Las polémicas entre proteccionistas y libremeitadistas (bien documentadas en el caso de México, por ejemplo) terminaron con el triunfo de quienes querían mantener nuestras economías a merced de los especuladores internacionales. Mientras que en la América del Norte, las posturas antiproteccionistas de los sureños llevaron a una guerra civil, aquí, el autocentrismo y el proteccionismo de un pequeño país medite rráneo condujo a sus vecinos más poderosos no solamente a invadirlo, sino a casi vaciarlo de gentes. El liberalismo, entre nosotros, fue pues una manifestación del carácter extravertido de nuestras sociedades.
Un tercer elemento a considerar es el de la población.
Las repúblicas latinoamericanas se fundaron sobre territorios semivacíos. En verdad, una república, como la que se creó en 1821 en el Perú, no podría haber subsistido ni por un segundo de haberse tratado de construir para acomodar a una población más densa y menos desperdigada. La apropiación del Perú por unas minorías numéricamente insignificantes no podía haber prosperado si además no se hubiera basado en la concentración de esas minorías en unos pocos enclaves.
Fue, pues, una república de enclaves lo que tuvimos. Desde esos enclaves se planeaban y ejecutaban expediciones y aventuras de rapiña y de explotación del territorio y sus habitantes. Los pobladores de los enclaves, por ende, que además se sentían simplemente como la avanzada de las sociedades “civilizadas” en un territorio hostil, no tuvieron ningún interés ni en mantener una comunicación permanente y crecientemente fluida con el resto de los pobladores del territorio, ni menos en desarrollar un tipo de proyecto en común con ellos. Un síntoma tan simple como la red de comunicaciones que se desarrolló durante la república permite apreciar la hondura de este fenómeno. Solamente llegaban los caminos allí donde habitaban otros miembros de la elite o donde había recursos que pudieran ser explotados.
La Guerra del Pacífico simplemente contribuyó a hacer más patente esta realidad. El Perú se mostró como un país lleno de llagas, pero sobre todo como un proyecto político sumamente vulnerable. La mayoría de la población se sentía en general tan ajena a la república, que su adhesión debía ser disputada palmo a palmo con el invasor. Finalmente, quien desarrollaba el mejor discurso era el que ganaba esa curiosa competencia por las lealtades de quienes habían sido tan sistemáticamente excluidos.
Más tarde, la sustitución del hegemonismo inglés por el norteame ricano no cambió en nada sustantivo la lógica de la organización de la sociedad peruana. Las manifestaciones de lo que podríamos llamar “arielismo” local, además de tener un carácter marcadamente conservador, no generaron un viraje y, en realidad, ni siquiera se lo plantearon. Un encendido hispanismo es lo más que pudo contraponerse al ímpetu dominador de la potencia anglosajona.
Las tendencias autocentradas o introvertidas, que también existie ron, y que no tuvieron mayor repercusión en el diseño de la política real, adoptaron dos formas básicas: el indigenismo y el mesticismo.
Los indigenistas, a su vez, deben ser diferenciados en dos grupos. Un primer grupo subsumió al indigenismo dentro de tendencias que en lo fundamental eran arielistas. Para ellos lo “indígena” era lo Inca: aque llas grandezas que habían existido antaño y que era menester reivindicar ora en función de una tardía polémica con los teóricos de la degradación americana, ora contra unos universalistas a ultranza que, imbuidos de un espíritu menguadamente positivista, pretendían que el Perú marchara hacia una “modernidad” moldeada con patrones anglosajones.
Un segundo grupo, pretendía encontrar en las formas organizativas del antiguo Perú y en sus rezagos contemporáneos referentes para la construcción de una sociedad más sólida y más inclusiva. Ese indigenismo, más allá de la viabilidad de sus propuestas, tuvo el mérito de saber poner el dedo sobre la llaga. Pues de manera intuitiva y rudimentaria compren dió que la reconstrucción de una sociedad con futuro en el Perú debía hacerse a partir de un cambio de lógica que además de tomar como referente central a las mayorías, buscara construir una sociedad más autocentrada.
El mestizaje ha sido propugnado entre nosotros también con un doble propósito. En unos casos, el mestizaje ha sido un recurso para disolver lo indígena en una realidad más amplia, en una síntesis a la que habría contribuido solamente para superarse y negarse así mismo. Era una manera elegante de neutralizar las demandas del indigenismo a partir de un eclecticismo que terminara por pintar a todos los gatos de gris.
Otros propagandistas del mesticismo querían más bien salvar el componente hispánico y católico del Perú, presentándolo como inherente a la naturaleza del peruano contemporáneo. En esta versión, el mesticismo salvaba algo de lo indígena, pero apostaba a la inserción del Perú en Occidente entrando, no por la puerta grande de la cultura anglosajona, sino por la lateral del hispanismo.
La manifestación más interesante de la defensa del mesticismo en el Perú fue asimilada por la ideología aprista a partir de una recepción también menguada de las tesis americanistas de Vasconcelos. Se trataba de una propuesta para generar un relativo viraje hacia la autorreferencia en la sociedad peruana. A diferencia de la tesis fuerte de Vasconcelos, que en la América podía construirse la civilización alternativa y superior del futuro, en la propuesta aprista se aspiraba simplemente a una incorpo ración ventajosa del subcontinente a la civilización industrial de occiden te. El credo positivista, asimilado a través del marxismo, en la existencia de un destino histórico ineluctable, no permitía introducir la dosis de voluntarismo que es menester para dar el salto hasta un planteamiento más ambicioso.
La otra propuesta de viraje relativo hacia el autocentrismo de prin cipios de siglo que hay que tomar en cuenta es la que se plasmó en el marxismo de Mariátegui. Como el aprismo, quería Mariátegui insertar al Perú en el mundo en condiciones ventajosas. Creía además que al ponerle en la ruta de la historia no se estaban forzando las cosas, pues en uno de los componentes de la cultura peruana había elementos “socialistas” que podían ser potenciados. Las masas urbanas proletarias y las indígenas, convertidas en “campesinos”, esto es, transmutadas de un “pueblo” en una “clase”, se encontrarían en el socialismo y descubrirían que, en realidad, compartían o podían compartir anhelos y tendencias comunes.
Todo el pensamiento político peruano, a partir de ese entonces, se ha sentido tensado por el combate entre las dominantes fuerzas extroversivas y una cierta conciencia de la conveniencia de propugnar un despertar del interés propio. Hasta los años 80, la única excepción signi ficativa a esta situación fue el marxismo ortodoxo en todas sus formas, que apuntaba a una emancipación de la sociedad peruana a través de su total inserción en los experimentos contestatarios y revolucionarios mundiales. El Perú, como parte de la periferia del capitalismo, debía simplemente seguir la ruta trazada por las fuerzas y mecanismos que determinan la historia. El único rasgo destacable en este sentido, en re lación a la tensión ya mencionada, fue la división entre maoístas y moscovitas. Quienes optaron por el maoísmo tenían una leve comprensión de la inconveniencia de subsumir acríticamente al Perú en un proyecto eurocentrista, y pensaron que una mejor alternativa la ofrecían los pueblos asiáticos que buscaban una vía propia a la revolución y al socialismo. La consecuencia lógica de este modo de pensar fueron los planteamientos de Abimael Guzmán, quien complementó la opción por el socialismo de los marginados con la idea motriz de su concepción, que no era otra sino la convicción que el Perú se hallaba en la posibilidad de asumir un protagonismo relevante en el proceso de gestación de la revolución. Los peruanos podrían convertirse así en soldados de vanguardia de la historia.
Este tipo de perspectiva no correspondía, empero, a una opción autorreferencial. La mejor prueba de ello ha sido la incapacidad de Sen dero Luminoso para encontrar un lenguaje común con las mayorías y el acendrado racionalismo[3]. El Perú era simplemente una plataforma para la acción, y no un fin en sí mismo.
La importancia que el Social Progresismo primero y luego los ideólogos del gobierno del general Velasco dieron a la teoría de la depen dencia se explica también en parte por esta perspectiva. El intento más sistemático de la república de invertir la lógica de organización del país para tornarla más autocentrada, se tradujo, en la práctica, en un fortale cimiento del Estado y en un experimento rapsódico y balbuceante por aplicar las recetas cepalinas, de sustitución de importaciones en el ámbito de la economía.
La idea clave en estos procesos fue la de “proyecto nacional”, como la llamaron los militares. Se quería fijar metas mínimas para la acción colectiva, representada por la iniciativa estatal y para ello se recurrió a la fórmula saintsimoniana de la planificación. No es por ello de extrañar que ahora que se ha querido erradicar de la memoria de los peruanos ese episodio se haya empezado por eliminar el Instituto de Planificación, pues más allá de su eficacia, que siempre fue nula, se había constituido en un símbolo negativo para quienes han preferido la autonegación, a la autoafirmación.
Fue en ese contexto que empezó a reflexionarse ampliamente en el Perú sobre el llamado problema de la “identidad” nacional. La tesis era que los males del Perú provenían del hecho que no se hubiera jamás podido formar como una nación. Al igual que en los diagnósticos sobre las nuevas naciones africanas del proceso de descolonización, aquí tam bién se generó, con otras denominaciones, un ansia para comprender el proceso de “nation building”.
Toda esta tensión se ha resuelto, sin embargo, en los últimos años a favor de una autonegación total del Perú como comunidad política autónoma y dotada de proyecto propio y por una apuesta para buscar un destino común con la humanidad a través de un proceso de inserción o mejor de inmersión total en el mundo y sus procesos. Los peruanos renuncian así a todo afán de protagonismo y se contentan con ocupar un rincón menor, un nicho, como se dice ahora, en el gran concierto de la historia.
Tal es el sentido trascendental del triunfo ideológico del neoliberalismo. La famosa globalización es leída como un imperativo absoluto de sometimiento a fuerzas que no es posible controlar y respecto de las cuales, por ende, no cabe sino buscar algún acomodo pasivo. El afán de autonomía es visto así como un riesgo insoportable e injustificable. Como a los hombres del estado de naturaleza ante el Leviatán, se nos pide un sometimiento prudente a las fuerzas del mercado y de las armas a cambio de una posibilidad no asegurada de participación limitada en los beneficios del progreso.
Sin nunca haberlo sido, el Perú se niega a sí mismo toda posibilidad de llegar a ser un espacio político con capacidad de iniciativa. Queda pues planteada la pregunta de por qué ha sido tan fácil la victoria, en la guerra ideológica, del neoliberalismo y por qué se han adherido tan fácilmente a su programa las mayorías que nada tienen que ganar de tal adhesión. Intentaremos una respuesta apresurada a esa pregunta en lo que sigue.
II. LA LÓGICA DE LOS CONSTRUCTORES
En los últimos tiempos se ha desarrollado, en el discurso de las ciencias sociales, un cierto consenso explicativo sobre las causas de la debilidad en el Perú de lo que se ha dado en denominar la “sociedad civil”. En realidad, si se empleara esa expresión en su acepción históri camente primigenia habría que decir que lo que sucede es que no existe en nuestro país nada que merezca tal nombre. La sociedad civil es una asociación libre de ciudadanos libres, mientras que la sociedad peruana está compuesta de redes difusas de corporaciones y de personas que apenas si tienen la sensación de tener algo en común.
La idea moderna del pacto social, más allá de que sea, como quería Hume, una mera “ficción filosófica” o no, supone la existencia de un mínimo de solidaridad entre sus firmantes o adherentes. Es por ello que el escenario imaginado para el desenvolvimiento del pacto fue la “nación”, a la que se le ayuntaba adicionalmente un Estado como signo de que, para propósitos, se quería andar juntos. Estrictamente hablando, pues, como no ha habido sociedad civil en el Perú, tampoco ha habido ni nación ni Estado.
No se trata de un problema técnico, sino de una masiva y trágica realidad que tiene que ver con las bases mismas de la conducta de las personas y con el tipo de motivaciones y de valores que manejan sus relaciones y ayudan a configurar las formas sociales en el Perú. Los odios luciferinos que hemos visto desplegarse en los últimos tiempos, los des precios insondables que tanta crueldad han generado, no son explicables sino por la existencia de trabazones duras para el despliegue de los afectos que hacen posible una convivencia más o menos solidaria y regulada entre “ciudadanos” en sociedades mejor estructuradas que la nuestra.
Nuestra engañosa autoconciencia nos dice otra cosa. Creemos que hay más amor al prójimo y caridad entre nosotros, que somos menos secos e indiferentes que, por ejemplo, los anglosajones. Y para probarlo apuntamos a la solidez de nuestras familias. Más allá de los datos esta dísticos sobre madres solteras y niños abandonados, que muestran que mas certera es la visión de Luque que la del imaginario popular sobre las familias peruanas y latinoamericanas en general, lo que interesa resaltar aquí es el hecho que se pretenda mostrar la solidez de nuestra sociedad a partir de la solidez de la familia.
No voy a repetir aquí las célebres disquisiciones de Hegel de cómo la sociedad se forma justamente a partir de la superación y limitación de los lazos familiares en aras de un orden solidario más amplio. Pero no cabe duda que justamente el hecho que se presente a la familia como ejemplo de las formas sociales propias muestra que, en el fondo, nos damos cuenta que la nuestra es una sociedad basada en corporaciones, la más simple y rudimentaria de las cuales es precisamente la familia.
La solidaridad familiar, que es agudamente excluyente, pues pri vilegia un tipo de vínculo sobre todos los demás, es inflexible y no ayuda a la discriminación de las personas en función de criterios generados por los valores socialmente reconocidos como más importantes para el mantenimiento y la prosperidad del conjunto.
La famosa fórmula de Hume y Smith sobre la acción de mano invisible, y la concomitante exigencia de que las relaciones sociales más amplias no se establezcan sobre la base de la generosidad, sino de la conveniencia, era una manera, tal vez demasiado rudimentaria, de señalar las limitaciones de una sociedad corporativa, en la cual las lealtades mínimas se contrapusieran o se constituyeran en un impedimento para el desarrollo de relaciones ágiles entre los miembros de la nación.
Pues bien, el Perú está compuesto de series de corporaciones que funcionan con la lógica de la familia y cuyos intereses sus miembros anteponen de manera sistemática a los del conjunto. Y es que ese conjunto se les hace irreal y poco concreto.
El Perú es así el escenario en el cual la corporación militar quiere alcanzar sus fines, y la eclesiástica los suyos, mientras que el Estado, convertido también en una corporación privada, se convierte en instru mento para perseguir los objetivos de alguien en concreto. Los miembros de la sociedad, a su vez, tienden, por instinto de sobrevivencia, a agru parse en toda suerte de corporaciones minúsculas para hacerse de un “espacio” (nicho se dice ahora) en medio de ese embrollo.
No es de extrañar, por ello, que la vida peruana esté dominada por la lógica del ventajismo y del aprovechamiento, ni que la forma de actuar del Estado pueda ser calificada de patrimonialista o prevendista, ni que los partidos y, en general, todos aquellos que estén en posición de repartir poder a cambio de servicios y favores se encarguen de propagar una lógica cientelista.
Interesa aquí, sin embargo, destacar el tipo de moral individual que esto genera. La única forma de la moralidad compatible con este orden es la moral antikantiana del “vivo”. La tesis general que desearía por ello proponer aquí es que el Perú de hoy es el resultado de la universalización de la moral del “vivo”, de ese personaje que, como lo acaba de recordar Augusto Castro en su libro, tiene en el “pícaro” un antecedente lejano, y uno más cercano e inmediato en el “criollo” republicano. El Perú, para decirlo más crudamente, es un país de “pendejos”.
El pendejo, como el bandido del experimento mental sobre la co munidad mínima de Platón, tiene como única obligación absoluta el respeto a las normas mínimas de su propia corporación. Respecto de los no-miembros de esa corporación, no tiene naturalmente obligación algu na de regir su comportamiento por normas morales y principios, salvo que esté actuando en el marco de otra corporación más amplia.
Sucede que hasta el momento toda comunidad humana se ha constituido sobre la base de la distinción entre personas y no personas. Lo característico del Perú, empero, es que esa distinción se aplique a ámbitos muy pequeños y que no guarde correspondencia con la existencia formal de una nación-Estado.
El triunfo del neoliberalismo en el Perú, bien puede ser o terminar siendo por ello en realidad el triunfo del viejo corporativismo, antes que el de los individuos libres y autosuficientes. Pues detrás del corporativis mo hay una inercia vieja, seguramente más poderosa que cualquier nueva ficción individualista.
El hecho es que hasta ahora todas las instituciones que han sido establecidas en el Perú se han transmutado rápidamente en corporaciones. El Perú actúa como un gran Midas corporativo. Los partidos llegan al poder para beneficio de sus miembros, la fuerza armada lo usurpa con igual finalidad. Toda asociación asume así un carácter defensivo y confrontacionista. Pocas, si acaso alguna, es la asociación fundada para promover algo en sentido positivo. De allí tal vez que tantas gentes se hayan sentido amenazadas por la promoción de los derechos humanos en nuestro medio. Aunque es justo recordar que las asociaciones dedi cadas a ese fin, por motivos poderosos tal vez, también tuvieron en un inicio un carácter netamente defensivo y confrontacional.
La confrontación entre corporaciones toma una forma muy peculiar en el Perú, en la medida en que toda reivindicación es vista como parte de un juego de fuerzas. Esto es lo que ha dado la impresión de que la peruana es una sociedad muy politizada. En el sentido que una preocu pación central de las gentes es el equilibrio de poderes, ciertamente lo es; no lo es si por política se entiende la competencia de intereses pero también de planteamientos. La ideología siempre ha tenido un papel adjetivo y accesorio en nuestro medio.
Pues bien, los derechos en un medio corporativo, en el que nada de valor universal es reconocido automáticamente ni como punto de partida de la convivencia, tienen que ser “arrancados”, “conquistados”, y una vez logrado ese objetivo se consideran definitivamente “adquiri dos”. Es, puesta de cabeza, lo lógica de los conservadores ingleses en su disputa contra la idea original de derechos humanos.
Si bien es obvio que esta manera de proceder tiene ventajas en las circunstancias que estamos describiendo, es igualmente cierto que con-lleva el riesgo de impedir que las asociaciones que se formen trasciendan sus objetivos inmediatos y se planteen como objetivos propios aquellos que convengan al conjunto social. Esto ha sucedido últimamente con organizaciones tan importantes y potencialmente tan significativas para la promoción de cambios y transformaciones como las de sobrevivencia.
El reto más significativo que este espíritu corporativo ha enfrentado hasta el momento es el fenómeno de la informalización de la sociedad. Muchos vínculos, muchas corporaciones, muchas esperanzas corporati vas han tenido que quebrarse para abrir paso a ese fenómeno. Empero, la manera como se ha venido desenvolviendo permite apreciar también que si bien el corporativismo es funcional a la moral del pendejo o del vivo, también lo es un individualismo no mediado por un sentido más amplio de comunidad.
En efecto, sería un craso error comparar sin más el individualismo achorado de nuestro país, con el cuidado individualismo de las sociedades nórdicas. Este reconoce límites a la acción de los individuos y no echa por la borda la distinción básica entre lo propio y lo impropio. En parte, esta distinción queda consagrada por una ley que tiene validez universal reconocida y que en general se cumple. Mientras tanto, entre nosotros, la nueva modalidad de ejercicio del viejo lema, a saber, que la ley se acata pero no se cumple, consiste justamente en barrer con todo límite y apostar al incumplimiento deliberado, sistemático y abierto de la ley. Una ley que, por lo demás, aparece hecha por sujetos idénticos a uno mismo y, por ende, tanto o más pícaros. La ley pues pierde su legitimidad independien temente de las formalidades y solemnidades de que se la revista, por la naturaleza de los legisladores. El igualitarismo, que se ha logrado sacando a luz el hecho que las imperfecciones sean el rasgo más universal y equilibradamente compartido de las personas, ha servido curiosamente para propiciar una suerte de anarquía práctica. La única ley que vale es aquella que ha sido directamente negociada por quienes están llamados a cumplirla.
Esta ha sido la causa de esa impresión que tienen los sociólogos y politicólogos sobre la existencia de una suerte de democracia de base en los sectores populares. Se trata de un contractualismo distinto del contractualismo de la teoría política clásica y es más parecido al encade namiento transaccional que Hume imaginaba como instrumento de creación de sociedades.
El principal problema político derivado de una situación como esta es la inmensa dificultad que supondría intentar dotar a una sociedad marcada por tanta dispersión de una capacidad mínima de acción común coordinada, de una unidad pragmática y de propósito básica. Pues si bien entre las mayorías se puede y, de hecho, se comparte la voluntad de sobrevivencia, no es tal ímpetu suficiente para fundar un orden político sólido.
La voluntad de sobrevivencia puede generar héroes y sustentar grandes sacrificios, pero ella por sí sola no construye vínculos fuertes entre los sobrevivientes. Ya Aristóteles se había percatado claramente de esto. La polis no puede fundarse únicamente en el interés. Los valores, la mayoría de ellos, están pensados para la buena vida, y no primariamente para la sobrevivencia, que tiende a convertirlo todo en instrumento y medio. El sobreviviente vive muy cerca de la desesperación. La urgencia de cada momento no le permite contemplar el tiempo ni su transcurrir sin agitaciones y sin una tentación permanente a instrumentalizar todas las relaciones.
Pero esa permanente agitación generada por los esfuerzos univer sales de sobrevivencia, esa explosión de las demandas, genera sí un grado de energía social capaz de sostener un gran proceso de creación social, siempre y cuando pudiera ser canalizado por una propuesta inclusiva y de gran envergadura. Tales propuestas, en el mundo moderno, no pueden sino ser elaboradas por elites dotadas no solamente de una imaginación creativa muy aguda, sino sobre todo de una acendrada voluntad de poder. Sobre esas elites y los retos que un proyecto de creación social debería enfrentar, quisiera ahora decir algunas palabras.
III. LOS RETOS DEL ENTORNO
No cabe duda que la idea más útil producida por la sociología peruana para describir la situación actual de nuestra sociedad en los últimos tiempos es la que se esconde detrás del concepto de “desborde”, popularizado por Matos Mar (hay quienes sostienen que el concepto como tal fue acuñado primero por el antropólogo Fuenzalida). El Perú republicano, construido en función de los prejuicios y los intereses de los Hipólitos Unanues del siglo pasado y de la mayor parte de éste, ha sido desbordado, avasallado por el inmenso mar de migrantes que han venido a asentarse en las ciudades y por la cholificación, primero, y el achoramiento y chichificación que estos procesos han producido después.
La primera república peruana no ha podido sobrevivir a los em bates combinados del crecimiento poblacional, la urbanización y las presiones igualitarias y libertarias que han agitado el país. Era, no cabe duda, una república enclenque.
Un rasgo central de este proceso de desborde, tal vez el más sig nificativo en términos políticos, ha sido la deselitización de la sociedad y la pérdida de legitimidad de las elites de toda índole. La descomposición del precario sistema político que tenía hasta hace no mucho el Perú, es simplemente uno de los más vistosos síntomas de ese proceso.
Unas elites que no han podido mostrarse inclusivas en su gestión del país, no tienen credibilidad ni son dignas de la confianza de las mayorías marginadas o postergadas. Y dado que, como se tiene dicho, el factor ideológico para determinar las lealtades político -partidarias entre nosotros es de muy poca significación práctica, las elites no pueden res ponder eficientemente a esa ofensiva.
La deslegitimación de las elites se ha venido gestando desde varios ángulos y canteras, porque la discriminación ha tomado muchas formas. Han sido excluidas las gentes por ser indios o ser mezclas; por ser pobres; por ser no-católicos; por ser provincianos; por no tener educación; por no ser costeños; por vivir en un barrio poco distinguido; por hablar motosamente; por ser analfabetos; por no pagar impuestos que nunca se cobran, etc. Es contra todas estas discriminaciones y contra las elites y los grupos privilegiados que se beneficiaban con ellas, que se han levantado, en una gigantesca revolución de caminantes, los otrora marginados.
Este levantamiento, y la concomitante crisis de las elites, han gene rado una ilusión, a saber, que está en marcha un proceso espontáneo de recomposición del Perú y que ese proceso, a la larga, conducirá a la construcción de una sociedad más amable y más inclusiva. La glorificación del “informal”, su proclamación por Hernando de Soto como el componente de la “nueva clase revolucionaria”, son expresiones de esta glorificación.
Respecto de este fenómeno, empero, hay que distinguir varios planos y dimensiones.
Lo que de buena fe puede impresionar y, de hecho, nos impresiona a todos, es el grado de energía, la vitalidad tremenda que genera la actividad de los informales de toda índole. Desde las contrabandistas de Tacna y Puno, hasta las y los jóvenes cambistas de las esquinas principales de nuestras ciudades; desde los pequeños inventores de todo y los improvisadores ingeniosos de aparatos, hasta los vendedores de la calle Gamarra, se trata de masas de gente decidida, emancipada de viejas trabas y viejos prejuicios, entregada con entusiasmo y mucho sentido de urgencia al trabajo de sobrevivencia. Hay detrás de todo esto un gran sentido de aventura, la impresión de que hay en lontananza un futuro mejor y promisono. El hecho que el trabajo vaya acompañado de música alegre y pícara crea la sensación de que los trabajos del día se prolongan en las fiestas agitadas y revoltosas de las noches.
Es evidente, por ejemplo, que las jóvenes mujeres que compiten de igual a igual con los hombres en las esquinas vendiendo dólares o bara tijas, son gentes que pueden emanciparse más rápida y totalmente que sus congéneres de la sociedad formal, de los prejuicios y amarras que han mantenido en desventaja a la mujer en nuestra sociedad.
No es, pues, sorprendente que quienes sean testigos de todo este movimiento puedan rápidamente concluir que se está ante un fenómeno revolucionario de envergadura y que lo único que hace falta es evitar que el curso de esta energía se entorpezca y se detenga para alcanzar una sociedad cualitativamente superior. No hace falta la planificación ni la política, no hacen falta las elites ni las organizaciones, finalmente ni si quiera hace falta el Estado.
Debe alguien extrañarse, por ello, que el neoliberalismo haya pegado tan fácilmente en nuestro medio y que resulte en apariencia tan cabalmente expresivo del estado de ánimo y de las inquietudes de muchísimos peruanos y, en especial, de aquellos que mantienen la poca vida que tiene nuestra economía.
El espontaneismo aparece, pues, como la mejor alternativa para la construcción de una nueva sociedad. Se trata del espontaneismo en todas sus manifestaciones, según hemos visto. En la economía es el espontaneismo del mercado; en la política el espontaneísmo del independiente; en la vida cotidiana el espontaneismo del infractor sistemático de reglas y del coimeador o del buscador de chambas y pegas eventuales.
No hay duda, entonces, de la inmensa energía que la historia ha desplegado en los últimos tiempos en el Perú.
Pero hay otro hecho, tanto o más contundente y que puede deter minar una frustración colectiva de niveles sin precedente en nuestro país. Es un hecho relativo al arte de construcción de sociedades en el mundo contemporáneo. Ninguna sociedad moderna, menos las más exitosas, se ha construido de manera espontánea. Dos han sido y son los elementos requeridos para armar un espacio social viable: un proyecto de vida en común y una elite que lo conciba y lo sepa vender y administrar, y un nivel de efervescencia y de energía sociales considerable. En el Perú tenemos un elemento, pero carecemos totalmente del otro.
Esta carencia, que en otras épocas pudiera haberse pretendido manejar con paciencia y tiempo, puede resultar fatal en el momento actual dado el entorno mundial en que debe incrustarse cualquier sociedad que aspire a la viabilidad y a la permanencia.
En efecto, si de algo no puede dudarse es que hemos entrado en una fase histórica nueva, en una era de transformaciones radicales y profundas cuyo resultado puede ser o la peor de las catástrofes que hayan sobrevenido a la humanidad y la posible extinción de la especie, o la aparición de un orden civilizador absolutamente distinto a cualquier cosa que haya existido antes.
En sus etapas iniciales, que son las que estamos viviendo, este tránsito a lo desconocido implica que se pongan en marcha procesos de reestructuración radicales del orden político. Estos procesos incluyen la recomposición de los espacios políticos ahora existentes y el reacomodo de los grupos humanos de acuerdo a fórmulas y criterios de organización muy diferentes a los que se han empleado hasta ahora.
Hasta hace muy poco, la imagen ideal del orden mundial era la que magistralmente había presentado Kant en su ensayo sobre la Paz Perpetua. Cada “nación”, cada grupo humano medianamente homogéneo debía establecerse sobre un territorio intangible y constituir un Estado-nación soberano regido por sus propias leyes. Pero para evitar las guerras, se crearía una instancia supranacional, la “Liga de las Naciones”, encargada de administrar la ley de mayor jerarquía, esto es, la ley internacional.
El sistema-mundo así concebido rigió hasta 1989, porque sus ad ministradores tenían interés en mantener el status quo. Alterado el orden internacional a partir de la derrota en la guerra fría de uno de los dos administradores del mundo, se han acelerado los procesos de desintegración de los estados nacionales más débiles y se han puesto en marcha mecanismos de regulación y estrechamiento de las soberanías nacionales. En épocas de reacomodo, es la fuerza y el peso específico lo que determina los términos de las relaciones entre comunidades, no el derecho ni las ideas de justicia o de equidad.
Para ello ya se están acuñando algunos conceptos apropiados, como por ejemplo el de poblaciones sobrantes o desechableso el de naciones fracasadas (failed nations). Lo cierto es que la era del Estado nación como modelo dominante de la organización política ya terminó, y con su fin, todo el andamiaje del pensamiento político tradicional tendrá necesaria mente que empezar a ser revisado, en la medida en que sus conceptos fundamentales estaban referidos a un tipo de espacio político determinado. Pero la fuerza de las cosas en nuestra época, más allá y a pesar de los discursos optimistas y las esperanzas de paz y prosperidad que por doquier se propalan y de las prédicas sobre el fin de la historia y el triunfo de la civilización occidental, se muestran todavía más implacables en otro ámbito de cosas.
En efecto, el hecho que la creatividad tecnológica se haya conver tido en el factor determinante de las relaciones de poder ha hecho que la humanidad se vea más hondamente dividida entre poderosos y débiles que jamás antes en la historia conocida. La contradicción central de nuestra época es, por ello, aquella que opone a la globalización o universalización de las expectativas, a la incapacidad real e insuperable del sistema pro ductivo actual de generalizar la satisfacción de esas expectativas sin autodestruirse. El orden industrial actual y los beneficios que de él de rivan no pueden, sin modificaciones tan sustanciales que lo hagan convertirse en su opuesto, extenderse al conjunto del planeta.
Pero, al haber optado en países como el nuestro por el modelo de vida de las sociedades industrializadas, sin poseer en absoluto la capa cidad para reproducir ese modelo de manera autónoma, nos hemos condenado a una debilidad radical.
Tales son, para quien quiera verlas a la cara, las reales condiciones del entorno en que debemos desenvolvernos. Lo demás son ilusiones y ficciones.
Pues bien, es claro que quien se someta sin resistencia al curso marcado por las cosas en el sector débil de la humanidad, será irreme diablemente arrastrado a condiciones de subordinación cada vez más agudas e insoportables para hombres dignos y libres. Resistir a la fuerza de las cosas demanda, en primer lugar, una comprensión total y minuciosa de su funcionamiento y, en segundo lugar, una voluntad de gigantes y de héroes para intentar una respuesta medianamente autónoma y sensata.
Ese es nuestro dilema. El espontaneismo que tanto nos entusiasma ahora, nos lleva al desastre y a la humillación. La inserción irreflexiva en el mundo no puede sino significar una derrota definitiva para toda aspiración de construir una comunidad digna y relativamente autónoma en el Perú. Y, en este sentido, hemos de recordar que el prerrequisito inelu dible para la vida libre es una comunidad relativamente autónoma, un espacio político independiente, que si bien no puede ya ser el Estado- nación, deberá mantener algunas de sus características en cuanto a la capacidad de sus componentes de autoadministrar sus vidas.
Lo otro es optar por hacer historia, es decir, por apostar a una aventura colectiva de creación social y civilizatoria con los medios y los aliados naturales
No hay tiempo aquí ni es esta la ocasión de entrar en detalles, pero hay algunas cosas que pueden señalarse rápidamente.
Un primer dato a considerar es que Raimondi no estuvo equivo cado. El Perú no es un espacio físico sin recursos. Somos un territorio privilegiado y, además, semivacio. ¿Hay alguna necesidad, salvo nuestra propia necedad colectiva, para que un país con los recursos marítimos de que dispone el Perú, deba albergar malnutridos? ¿Hay alguna necesidad de que seamos un país exportador de proteínas y que a la vez mantengamos a nuestros hijos subalimentados? ¿Hay alguna necesidad para que los parajes mejor dotados del mundo para la producción de energía hidroeléctrica estén abandonados a su suerte? ¿Hay alguna necesidad que los climas más templados y benignos del mundo sean el entorno de desiertos y no de campos sembrados? ¿Hay alguna necesidad de que las mejores tierras de cultivo estén ora abandonadas ora dedicadas a la producción de espárragos, caña de azúcar y floreciflas para el coloreo de yemas de huevo? ¿Hay alguna necesidad para que enfermedades in fecciosas controlables a muy bajo precio y con muy poco esfuerzo sigan matando a nuestra gente? Si el Perú fuera Malí, deberíamos todos echarnos a llorar, irnos fuera del círculo de los afortunados, como sugiere Schiller hacer a los que no encuentran en el mundo a sus almas gemelas, o pensar en mudarnos. Pero el Perú es un territorio bendito por todos los dioses. Nuestro problema, es, por ende, meramente político.
Es obvio, sin embargo, que en las circunstancias presentes una comunidad política, aun muy eficiente, pero tan pequeña como el Perú no puede jugar sola y aislada en la cancha grande. Es la era de los bloques. ¿Hay al respecto alguna razón para que vivamos tan apartados y tan de espaldas con las gentes más próximas a nosotros y más afines? ¿Tiene sentido que pretendamos integrarnos al “mundo” desde una posición de debilidad absoluta, antes que sumar fuerzas con nuestros vecinos en primera instancia para conformar un bloque capaz, por ejemplo, de sostener un esfuerzo importante de industrialización y de desarrollo tecnológico?
Nuestros principales problemas no son la pobreza, ni el subdesarrollo tecnológico, ni la mala administración de los recursos. Nuestro principal problema es nuestra ceguera colectiva y nuestra manera de ser. Pero, por ahora, la corrección de esas deficiencias está en nuestras manos. Se trata de desarrollar una voluntad política definida y de aprender a transformar el sentido de aventura, que tantos de nuestros conciudadanos han desplegado en los últimos tiempos, en la fuerza motriz de un proyecto de creación colectiva. Estamos, pues, condenados a hacer historia en grande o a convertirnos en unas víctimas de la historia, en una mas de las muchas naciones fracasadas que veremos proliferar en los próximos tiempos.
[1] Cf. Nelson Manrique, Vienen los sarracenos. El universo mental de la Conquista. Lima, Desco, 1993.
[2] Para una excelente crónica de la guerra civil entre los conquistadores cf. Juan José Vega, Historia general del ejército peruano. El ejército durante la dominación española del Perú. Tomo III, Vol. I. Lima, Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú, 1981.
[3] Cf. al respecto Carlos Iván DeGregori, Qué difícil es ser Dios. Lima, 1990.
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